He encontrado entre mis carpetas electrónicas, un ensayo de artículo, que no sé si ha sido publicado aquí o en otro sitio. Lo releí y estaba en consonancia con la «santa» (sic) indignación en la que tenemos que caer para al menos enfrentar las situaciones que nos aquejan. La indignación, decía uno de mis maestros, es la fuente del cambio. Si fuera así, yo ya habría sido agente de cambio hace tiempo. Pero en España la indignación sólo sirve para vivir indignado y frustrado. Lo cual no es mi experiencia, porque si tuviera que indignarme por todo lo que me rodea, me moriría en una semana, sin remedio. Nos hemos protegido de todo esto, y sólo de vez en cuando nuestra indignación es realmente sentida como una corazonada, luego remite y nos olvidamos, porque muchas veces el olvido es la única terapia ante las barreras y las incomprensiones, la irracionalidad y su consonancia con los rasgos culturales, en que debemos desenvolvernos en lo cotidiano. De todas formas, cuando escribí este ensayo, estaba realmente indignado, como otras veces. También decía ese mi maestro que la indignación y sus manifestaciones nos ponía en la tensión suficiente para aceptar hasta nuestro propio cambio. Esto está en una línea similar a la entrada de Teodoro Martínez en su blog: «¡Qué pena me dan! ¿Sí? ¿Pero hasta CUÁNTA pena?», por cuyo contenido me gustaría felicitarlo. De hecho, ayer intenté hacer un comentario a dicha entrada y hasta ahora no se ha publicado. A lo mejor no cumplí alguno de los requisitos para ser publicada. Bueno, pues ahí os quedáis con mi indignación ……. general. Ah, el artículo no tenía título y no he querido ponérselo.
La indignación y la energía se han fundido en mí en estos primeros días de enero. Me siento indignado. Tengo la impresión de que nos cuesta o no queremos o tal vez no sabemos hablar claro. Y si lo haces, parece que se corre un tupido velo en torno a ti, que de pronto eres una vez más políticamente incorrecto. No me importa tirarme a la piscina, mi mostrar mi indignación. Un maestro me dijo alguna vez que la indignación es un buen principio para empezar a cambiar. Empleo e inflación son temas sociales y culturales, fruto de relaciones sociales básicamente indignantes: empleo insuficiente y de poca calidad; inflación siempre. ¡Qué empleo! ¡Qué inflación!. No importa el color del partido o del gobierno, ni tampoco del alcalde o del concejal de turno: no hemos hecho nuestros deberes como pueblo, y aún encima hemos encontrado soluciones de abundancia que nos han permitido evitar plantearnos los problemas y parecer que mejoramos. El último gran acierto en ese sentido ha sido nuestra integración en Europa. Con Europa hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, y aún encima sin contribuir prácticamente nada a la integración europea. Ahora que hay que ayudar a otros, nos asustamos de tener que pagar por otros, cuando llevan casi veinte años pagándonos nuestros dislates. Vivimos en la abundancia, y de un comportamiento basado en una percepción de abundancia sólo pueden derivarse problemas. No sabemos lo que es «sentir la necesidad», tener necesidad. Todos nos asombramos de que la gente viva como vive, que gaste como gasta y que parezca que no tiene problemas, que los restaurantes estén completos siendo tan caros, que nadie se pierda las copas del fin de semana, todo está lleno y todo es caro, pero nosotros seguimos estando ahí, asentados en la abundancia. «Malos tiempos para la lírica», sí, malos tiempos para el conocimiento, para el arte, para la innovación. Todo está subvencionado, sobran los recursos para los que están cerca, y no se necesita mucho para complacer a los burócratas que controlan los resultados. Hacemos como que hacemos y tan contentos.
En plena revolución informática, allá por los años ochenta, apareció en los periódicos una noticia que no tuvo mucho eco, y que luego pude comprobar que respondía a un estudio que se había hecho en Europa sobre la calidad del empleo que se estaba generando a partir de la ya famosa revolución (sic) de Castells, la de las «nuevas tecnologías» . Resulta que se creaban más empleos no cualificados que cualificados, y lo que destacaba era que la seguridad, la limpieza y -en ese momento, no era la construcción- el de servicios turísticos, hostelería en general, eran los que más crecían. Pero con mucho.
En ese momento, nuestra calidad de empleo era desde el punto de vista del trabajador y del ciudadano casi «óptima», en términos de lo que se nos iba a venir encima con la globalización. La mayoría de los empleos eran fijos, casi no había empleo precario excepto en esos sectores y el de la construcción, y cuando un licenciado salía al mercado todavía no tenía que soportar de seis meses a tres años -y vamos a más- para «disfrutar» del ya honrado empleo de becario. Es cierto que se creaba poco empleo, que existía una gran dificultad para colocar a los nuevos, y que los viejos hacían de «cuello de botella», pero sobre todo, porque nuestro sistema empresarial era -como siempre ha sido- incapaz de crear empleo de calidad, entre otras cosas porque les faltaba -y en general, todavía- un estirón para pensar en términos de empresas y no de negocios. Y, como por desgracia, las oportunidades de negocios eran -y siguen siendo- suculentas, pues para qué preocuparse de la calidad del empleo, de cuidar y conservar en general al trabajador en las mejores condiciones y competencias y de empleabilidad. ¿Para qué? Pues para nada, porque eso no suponía más rentabilidad, porque la rentabilidad de los negocios era -y ahora es más- ya muy alta y ahí, en ese espacio dominado por la abundancia, es donde la persona, el ser humano deja de existir y se convierte en un apéndice de una «máquina», sea material, o sea una máquina de «hacer dinero».
Pero volvamos al tema: ya en los ochenta, cuando las famosas frases optimistas del Solchaga -Don Carlos-, se creaba un empleo -el poco que se creaba a pesar de la locomotora americana, a la que nos habíamos subido apresuradamente a mediados de la década-, un empleo un poco de pena. Bien, pues han pasado casi dos décadas -veinte años no es nada, dice el tango- y el sistema sigue sin tirar. Ha creado empleo de segunda o de tercera, en la última época con una locomotora para la globalización que es la construcción, y que nos va a permitir, como decía Groucho, «alcanzar las más altas cotas de la miseria».
Pero por favor que no nos vendan una pluma. Sabemos como están las cosas, la gente la vive en la calle, lo sabe. Hoy también nos «hemos enterado» por los periódicos que lo que eran 100 pesetas se han transformado en precios en un euro o más, y sólo en cinco años, bueno, yo creo que en menos, probablemente en algo menos de cuatro. Ha sido el tiempo que ha necesitado el «cutre sistema empresarial» español para «aprovechar la oportunidad de oro» que le ha brindado la entrada del euro y la cotización de 166 y pico pesetas. Magnífico, eso lo sabíamos y lo vivíamos todos en la calle desde el mismo momento en que empezó el «festival euro», pero ni los periódicos, ni nadie, ni mucho menos el índice de precios al consumo, han reflejado la realidad, la realidad palpable de la subida lamentable e inadmisible de precios, sólo porque una moneda se ha cambiado. Si sumamos las inflaciones medias aceptadas por el INE para estos cinco años, no superamos un aumento del 22 por ciento, y sin embargo, la realidad, la realidad de la calle, la que sabíamos todos los que nos íbamos a comer a un restaurante alguna vez -cada vez menos, claro- es que los precios se habían desbocado, de forma totalmente artificial, sólo para aumentar los beneficios «no realmente ganados», sino producto de una gran estafa en la que ha habido unos que se han beneficiado, y otros muchos, que no sólo hemos visto crecer los precios de forma insostenible, sino que nuestros salarios se han ido globalizando y por supuesto, han crecido mucho menos que ese porcentaje oficial de aumento de precios.
Claro, con estos beneficios «locales», obtenidos de la explotación de la ciudadanía, para qué tenemos que innovar, para qué tenemos que hacer las cosas bien, para qué tenemos que mejorar lo que nos han entregado, para qué tenemos que estudiar, para qué tenemos que saber y conocer, para qué ….. si no existe necesidad, ninguna necesidad. Y esto hay que recalcarlo, no tenemos ninguna necesidad, mejor dicho, no la tienen ellos.
Hoy, he ido a tomar un café y media barrita y el precio había pasado de 1,60 euros a 1,80, es decir, más de un 12%. También el menú había subido un euro, un 10%, fabuloso, fabuloso, y que siga la fiesta. Empleo precario y lamentable, beneficio en función de precio especulativo, salarios por debajo del crecimiento medio de los precios, pensiones que para que hablar -se habían dado cuenta Uds que ahora hay que estar cotizando a la seguridad social hasta que te jubilas, porque si no es así, no te paga. Tienes que cotizar los últimos diez años. No está mal, si uno ha cotizado 30 años y resulta que ha sufrido un despido, por ejemplo, no le sirve de nada. Otro día hablaré de este auténtico desmadre social.
Es indignante y me siento indignado.
Es indignante, si, totalmente indignante. En 1976 publiqué un artículo en un Anuario de Relaciones Laborales, un artículo titulado “Salarios”, que analizaba la situación y tendencias de los salarios reales en España, y una de sus conclusiones era que la distribución de la renta había empeorado desde 1956 hasta 1976 –otros veinte años no es nada-. Por supuesto, mi artículo pasó desapercibido para todos, menos para unos cuantos doctorandos españoles y europeos que lo tomaron como referencia gnoseológica para sus tesis doctorales. Era un tema que nadie quería tocar, nadie con influencia o cerca del poder, me refiero. Es más, las instituciones, igual que ocurre ahora, no mostraban interés alguno por saber como estábamos en lo que a distribución de la renta se refería. Las cosas, por supuesto, no mejoraron durante la etapa de la “stanflación” y la crisis tanto fiscal como económica que acompañó la estructura económica española hasta mediados de los ochenta, por el efecto combinado de locomotora norteamericana-adaptación rápida de las autoridades españolas, como salida hasta política a esos años, esa crisis no mejoró las cosas. Quizás, y todavía hasta mediados de los ochenta había ilusión y un cierto toque de utopía, creíamos que el cambio iba a ser posible. Pero miren Uds. lo que hay alrededor. Menos mal que se nos ha ocurrido entrar en Europa, menos mal, a quién por cierto no agradecemos sus muchos favores, porque sus transferencias de capital han servido evidentemente para lavar algunas de nuestras muchas insuficiencias, de nuestras prisas y de nuestros múltiples desfalcos corruptivos. Menudo escenario más interesante para desatar lo peor de nosotros mismos, para desatar la especulación, los negocios, las posiciones de poder en la pajarera, las influencias, etc. y que mal escenario para modificar estratégicamente nuestros comportamientos, y tender a valorar el esfuerzo, a valorar el conocimiento, a valorar la vida y la cooperación, a valorar la innovación. La gente que se mueve en este último escenario vive sometida a la que se mueve en el primer escenario, un escenario dominante, hecho de mediocres y construido para realzar la mediocridad, la suerte-azar, la posición y la vaguería, como diría Lucas Mallada. ¡Qué poco hemos avanzado desde esa sociedad que nos mostraba el regeracionista en “Los Males de la Patria”!, sobre todo en actitudes y comportamientos. Y cuantas generaciones hemos quemado en esta cultura que, como Atila, no deja crecer la hierba y la vida por donde pasa.
Me pueden preguntar: ¿de verdad hay tantas razones para indignarse? o ….. ¿no será que uds. se indigna con facilidad y no ve el lado bueno de la vida?
Siempre hay razones para indignarse con lo mal hecho, y sobre todo, si es algo cercano, porque no podemos ver con tanta facilidad lo que ocurre en otros sitios, como lo que nos está ocurriendo a nosotros.
Indignarse es una buena terapia, sirve al menos para liberar ru adrenalina y focalizarla en el problema de que se trata. Es terapéutica porque poner las cosas por escrito lo es. Otra cosa sería que la indignación llevaba a las manos o a la guerra, pero si se trata de escribir o hasta de hablar ….. la indignación expresa una pasión, un amor por lo que te indigna …. porque quieres que sea mejor. Es un buen material para mejorar.
Las comparaciones se suele decir que «son odiosas», aunque yo no sé muy bien porqué. Las comparaciones son necesarias, en el tiempo y en el espacio, de esa forma nos vemos y nos «retamos», en cierta medida. Cuando viajo a otro país, veo cosas que me gustaría que se hicieran en el nuestro; y otras, que no me gustaría copiarlas. Las primeras son las que indignan, sobre todo cuando son evidentes y fáciles de implementar.
Es indignante la calidad media de nuestro empleo. Es también indignante que tienda a peor, siguiendo así las pautas de la globalización. Y es más indignante todavía que parezca que no se puede hacer nada.
Son indignantes las subidas continuas de precios, y el deterioro paralelo y correspondiente de los precios de las monedas. Todo sube. Excepcionalmente no lo hace a corto plazo, pero siempre a medio y largo plazo. La inflación es una necesidad del sistema. La deflación, un gran peligro, porque «no estimula» (sic) los negocios.
Es indignante la falta de indignación. El adjetivo indignado se expresa en el diccionario como «que está muy enfadado o disgustado por algo que considera injusto, ofensivo o perjudicial». La indignación ha de canalizarse frente a lo que te indigna, y no transferirla a otros ámbitos.
Cada cosa en su sitio: la indignación ha de ser un resorte para cambiar las cosas. Es como una necesidad, en el fondo es lo que es: necesidad, a veces, extrema necesidad.
En todo caso, la indignación será seria, pero no debe llegar al rio.
Llegar a la indignación, es llegar al principio de la necesidad, casi obligación, de hacer algo para remediar lo que ocurre. Por tanto, es un motivador o dinamizador de la acción correctora. No es muchas veces suficiente con sentir necesidad o necesidades, sino que eso te indigne …. te haga salirte de ti mismo …. hasta dés un puñetazo en la mesa y digas: basta, basta ya. Ese es tal vez el inicio remoto de la innovación.
La mayoría de las veces la indignación no sirve más que para ser consciente de lo que otros o nosotros hacemos mal, pero luego, como decía Teodoro en su blog lo tapamos con otras disculpas. A mi me indignan los toros, pero no estoy en edad para salir a la calle contra esa maligna práctica, tan socialmente aceptada en una parte de nuestra sociedad. Sólo puedo denunciarlo, y ofrecer este foro para las denuncias y acciones que se puedan difundir y tiendan a ridiculizar lo que de por sí es ridículo y ademas, malvado.
Ocurren tantas cosas en el mundo que son indignantes ……