«Porque, si he de ser sincero, toda mi época escolar no fue sino un aburrimiento constante y agotador … » y más adelante: «No recuerdo haberme sentido ´alegre y feliz´ en ningún momento de mis años escolares -monótonos, despiadados e insípidos»- que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida ….» Afirmaciones de Stefan Zweig en «El mundo de ayer» sobre su etapa educativa. Bueno, dice muchas más cosas, y ninguna de ellas agradable sobre la escuela-prisión-planes de estudio que tenía que soportar, aún siendo, como era, en cierto modo un privilegiado de entre sus contemporáneos.

Lo que escribe Zweig me hace recordar ciertos planteamientos de nuestra experiencia, ¿les hemos preguntado alguna vez a nuestros estudiantes lo que les gusta, lo que quieren, lo que les gustaría vivir y aprender, ….? Zweig mismo lo afirma, no les preguntaron nunca, y ¿ahora preguntamos?

Habla de sus profesores como seres que se subían a una tarima y hacían lo que les mandaban y les llama más de una vez «pobres», en cierto modo compadeciéndose de «sus pocas letras» y su mínima libertad. Afirma que no se acuerda del nombre de ninguno -muy triste destino el nuestro: nos olvidan inmediatamente, pero ¿qué es lo que olvidamos? aquello que no nos ha ido bien. Es razonable que olviden los nombres de los profesores o de la mayoría, no los hemos hecho felices-.

«La escuela era una obligación, una monotonía tediosa, un lugar dónde se tenía que asimilar en dosis exactamente medidas, la ciencia de todo lo que vale la pena saber …» ¿Es duro, verdad? Es muy duro …. durísimo, pero ¿real todavía? Me temo que si, que sigue siendo un modelo equivalente en su mayoría.

Ah, me olvidaba, Zweig habla de finales del siglo XIX, hace bastante más de cien años. Habla de Austria, de Viena, la gran cuna de la cultura en esa época y hasta que el nazismo lo arrasó todo. Y, sin embargo, ……

«Era un aprendizaje apático e insulso, dirigido no hacia la vida, sino hacia el aprendizaje en sí ….» ¿Sigue sonándonos?

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2 comentarios en «¡Qué aburrimiento!»

  1. Todos deseando ser liberados, incluido muchas veces el profesor. Un encierro, un auténtico encierro, aún encima acentuado por una exposición que llamamos magistral y casi nunca tiene nada de magistral, sino de monocorde y repetida. Lo he preguntado muchas veces cómo puede tenerse a unos chavales jóvenes o a unos niños apresados obligatoriamente en unas aulas. haciendo cosas que no les atraen demasiado o lo más mínimo. Claro, sólo piensan en salir, sólo piensan en el recreo, sólo piensan en largarse. Si no fuera a veces por el bullicio de las pausas entre clases, con los pasillos, o con los patios, sería inaguantable. Les he dicho más de una vez a mis alumnos que en los pasillos es dónde realmente se aprende, y aunque pocas veces la conversación sea muy formativa, es así porque en el pasillo se hace lo que se quiere, se está motivado por la autonomía y libertad que se tiene entre dos aulas.

    Me gustaba la Escuela de Comercio donde estudié ya hace muchos años, porque no había profesor que empezase sus clases antes de las «y cuarto» y tampoco ninguno que se enrollase tanto que no atendiese a la llamada del bedel «la hora», cinco minutos antes justo de la hora. Teníamos más de veinte minutos entre clase y clase: corríamos si éramos más niños, jugábamos a futbol o al frontón, hablábamos, tomábamos un refrigerio, nos movíamos, podíamos estirar las piernas, y hablábamos, y a veces, ya a partir de los doce o trece encontrábamos la sorpresa de empezar a hablar con chicas, paseando o sentados en un banco. ¡Qué resistencia para volver al aula! y sobre todo, cuanto queríamos que nuestros profesores no llegasen a la hora, sino que alguno se retrasase media hora, como era propio del de Historia, gran profesor por otra parte, ¿por qué se retrasaba también?

  2. Me acuerdo que cuando alguna vez salía con mis amigos de la calle el tema -todos ellos iban al instituto-, me sentía reconformado porque a ellos no les dejaban mucho más de diez minutos entre clase y clase y a nosotros al menos veinte. Y todos éramos chicos bastante aplicados, que nos gustaba lo que hacíamos y en general disfrutábamos de aprender. Pero era un privilegio ir a la Escuela de Comercio. Además, era excepcional que alguien pasase lista, lo cual nos llevaba a mayor responsabilidad personal: íbamos porque queríamos, y ya definitivamente, los resultados nos los daban a través de los conserjes en una papeleta que indicaba la nota y no llegaba directamente a los padres, como era el caso del instituto. Si, mi enseñanza era menos desmotivante que la otra, más libre, más autónoma, más responsable: contribuía a hacernos mas maduros. La otra mantenía dependientes a los chicos y chicas, los mantenía en el control paterno-materno, y les dejaba menos tiempo libre para ellos/ellas.

    Sin duda he tenido mucha suerte porque he tenido más libertad, más autonomía y he podido intentar ser más yo mismo y no lo que marcaba la regla burocrática y a veces, carcelaria.

    Me parece que estas experiencias no son muy distintas de la que se vivieron en su momento, y así los recuerdos del tiempo de aprendizaje están menos vinculados al aprendizaje mismo, y mucho más al encierro y control al que se sometía a los estudiantes.

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