«Es al separarse cuando se siente y se comprende la fuerza con que se ama» Fiodor Dostoievsky

Que gran verdad que finalmente casi nunca tiene remedio, o uno se tiene que ir, o ha dejado que se fuera, o no puede seguir. Todos los años sufro la pérdida de mis alumnos, alumnos que se han convertido en compañeros a lo largo de los cuatro meses en que aprendemos juntos. Cuando se acaba el cuatrimestre, siento un gran vacío, y sé perfectamente que no podré reencontrarme con ellos, al menos como grupo, como conjunto, aunque sí aisladamente, pero la fuerza del grupo aquí tiene una especial relevancia.

Yo tuve que separarme de los míos a los diecinueve años. En aquél tiempo, Madrid estaba muy lejos de La Coruña, más de 700 kilómetros por tren, en el mejor de los casos, trece horas y media y sobre todo, un coste que no se podía pagar más que una vez al año, si trabajabas. Me separé un dos de julio y hasta navidades no pude volver a verlos, seis meses de alejamiento, porque entonces lo único que existía era la carta por correo, la carta escrita a mano, contando cosas que te pasaban, o bien una llamada por teléfono contando el tiempo, porque era cara para ellos o para mí. Emigrar es tremendo; es cierto que cuando lo hacemos somos jóvenes y en cierto modo, encontramos, aún sin quererlo, una cierta aventura, pero es demasiado duro para todos, sobre todo, para aquél que de pronto ha de afrontar una realidad diferente, muy diferente, y en este caso, mucho más dura y ruda que la que había dejado. Cuánto padecí en aquellos primeros meses -hasta finales de octubre no llovió, era todo seco, empezando por tu boca y tus manos-, cuando desesperé de la distancia. Es bien cierto que tenía que trabajar, que estudiar, que trabajar y que estudiar, y no tenía mucho tiempo para lamentaciones, pero fue muy duro. Además, me perdí los últimos meses de vida de mi querida madre, después de las navidades no la volví a ver, ni siquiera me atreví a verla ya muerta. Mala vida la del emigrante, ¿cómo podemos ser tan insensibles a los que ahora siguen llegando a nuestras costas? ¿Es que ninguno de los ahora represores ha sido o ha tenido nunca alguien de su familia emigrante, o es que es duro de corazón y no entiende lo que están sufriendo -y a veces, muriendo- esas personas? ¿Es que ellos mismos no han sentido la separación de los seres queridos, la gran ruptura que todos los que intentan entrar en nuestras fronteras han tenido que soportar, y en muchos casos, hasta llegan a morir y ni siquiera pueden llegar a su destino. Es terrible: este sistema no tiene sentimientos o los oculta para evitar los terribles males que produce.

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