Muchas han sido mis experiencias positivas aprendiendo. Cuando oigo a otros compañeros, pienso que he tenido mucha suerte o mi padre fue muy listo y me encauzó muy bien, aún dentro de sus pocos recursos económicos. Aprendí a leer muy pronto, a las tres años y medio o cuatro ya manejaba las letras …. y en eso mi padre fue el maestro, con su ejemplo de lectura, me incitaba verlo leer y quería leer … y pronto pude leer.
Cuando fui a los cinco años a la escuela pública Concepción Arenal y luego con Doña Merceditas … todo fluía … y mientras mis compañeros aprendían a leer … yo me entretenía en otras cosas …. trabajos manuales, lecturas, libros ….. en fin, todos mis compañeros empezaban a ser «mayores» que yo, porque yo tenía algo más de edad que ellos, al menos, intelectualmente.
Luego a los seis años y medio mi padre me llevó a la Academia Vidal, una escuela privada, con un profesor, que aglutinaba a cincuenta o sesenta niños de todas las edades, desde los seis-siete años hasta los catorce o hasta más. Mi profesor, Don Rafael, el dueño de la escuela, era un maestro excelente. Nos ponía una tarea larguísima en el encerado que contenía de todo, desde análisis morfológico y sintáctico hasta reglas de tres compuestas y hasta problemas de álgebra de una variable. En poco más de un año, yo dominaba toda la tarea …. puede decirse que a los ocho años …. sabía lo que se necesitaba para tener once o doce …… Además, el ambiente era espectacular, porque aprendías casi más con los compañeros -todos mayores que yo- que con las tareas y los dictados. Aprendías de la vida, del sexo, de la competición, de cosas que no se enseñaban en el aula. El sexo estaba muy presente en las actividades, y por supuesto, el futbol y todos los deportes o juegos a los que podías aspirar. Recuerdo un juego que convertimos en «el juego», consistente en buscar en los seis mapas que nos rodeaban -uno de cada continente, y un sexto de la península ibérica- rios, montes, accidentes geográficos, capitales …. y preguntar donde estaban …. y aprender con tus compañeros …. de forma casi espontánea.
Otro día contaré algo más ….
Don Rafael era, en mi opinión, un gran maestro, en todo el sentido de la palabra: maestro a la hora de enseñar; maestro a la hora de ser ejemplo de lo que hacer y cómo hacerlo; maestro a la hora de promover e inducir; maestro en su puntualidad y asistencia -no recuerdo que nunca se haya puesto enfermo y si lo estaba, lo disimulaba-, maestro a la hora de enseñarnos a interrelacionarnos, maestro a la hora de exigir y de castigar, …. un gran maestro. Muchas personas, seguro, no podremos olvidarnos mientras vivamos, y muchos dejaremos el rastro de su presencia en aquellos que nos han leído o escuchado.
Enseñaba con convicción, y con la seguridad que te da el saber; era un ejemplo de seriedad y de profesionalidad, siempre en su rol de maestro; nos incitaba a buscar cosas …. y valorarlas; nunca se cerró la academia por su falta, era recto y justo. A mi me castigó dos veces y siempre con justicia, tenía toda la razón de hacerlo. Y no te castigaba por chorradas, sino por cuestiones esenciales: a mí me castigó por engañar, por pretender engañar …. es un ejemplo que me ha servido para ser mejor persona toda mi vida.
Ahora recuerdo que tenía un gran respeto a su padre, que supongo le había enseñado. El padre iba por la tarde a la academia a enseñar lenguas, y siempre recuerdo la deferencia y el cariño con el que lo trataba, dentro del más estricto respeto profesional.
Iba incorporando cosas nuevas a su academia, como por ejemplo, las «pasantías» de contabilidad, pero claro él no sabía de eso, y contrataba a expertos para que hiciesen su trabajo de forma complementaria. Parece mentira que en tan poco espacio, en un aula que no creo que tuviese mucho más allá de los ochenta o cien metros cuadrados, pudieran hacerse tantas cosas.
Era extraordinario verlo irse de la academia a su casa o viceversa. Cuando lo veíamos, lo saludábamos haciendo una pequeña inclinación de cabeza, por el respeto y la admiración que le teníamos. Iba muy elegante y bien vestido para la época, con mucha dignidad, pero sin soberbia. Si te acercabas a preguntarle algo, te atendía, con una distancia «freudiana» adecuada en mi opinión, y tratándote de usted.
Nunca le ví mezclado ni con curas ni con políticos, por lo que induzco que era un maestro republicano que tuvo la suerte de no ser denunciado, tal vez por su calidad humana, y «pasado por la piedra del franquismo». No tengo datos para afirmarlo, pero lo intuyo.
Me gustaría ahora, que lo estoy recordando, decirle cuanto le debo y cuanto bien me hizo ….. siempre que pienso en esa época, pienso en él, un gran ejemplo para mí y supongo que para otros muchos.
Me gustaría encontrarlo y decirle, como una vez tuve ocasión de decir a un profesor mío de Econometría, todo lo que le debía y todo lo que había hecho por mí. Es una pena que no pueda hacerlo. Por estas cosas, valdría la pena creer en la espiritualidad de las personas y pensar que podría escuchar mis humildes palabras para que sintiese que su paso por este mundo fue, al menos para mí, algo que me ha formado y desarrollado como persona.
Me resulta muy interesante este relato – a mí me tocó vivir una educación muy diferente.
Fui a una escuela británica en Buenos Aires, de un nivel de exigencia altísimo, donde se ponía igual énfasis en los logros académicos como en los artísticos, musicales, deportivos… y también en la disciplina y el ‘ejemplo’.
Los grupos eran de 20-25 alumnos de la misma edad, y había 6 grupos por promoción. Éstos estaban configurados en base a los intereses de los alumnos: en los últimos 3 años cada uno podía elegir volcarse por las Artes, las Humanidades, las Ciencias Naturales o la Economía y Administración.
Pasábamos más de 9 horas por día en la escuela, entre actividades curriculares y extracurriculares, el 90% de ellas en inglés.
Al salir de este mundillo de exigencia y competencia me di cuenta de que hay miles y millones de maneras de encarar la educación formal, y al final del día ninguna es mejor que otra.
Al ir conociendo a más y más gente en la universidad, primero en Buenos Aires y luego acá, me di cuenta de que los que realmente consiguen una buena educación son los que 1. lo quieren (es decir, se empeñan en la tarea del aprendizaje), 2. tienen la suerte de tener maestros y líderes que los inspiran, y 3. tienen una familia que los incentiva.
Mi novio, por ejemplo, fue a una escuela en la que había no más de 20 alumnos por promoción, todos ellos en un mismo grupo. En vez de cambiar de aula cada 80 minutos como me había tocado a mí, en su colegio había sólo un aula por grupo, con vista a la Bahía de Todos los Santos. Las aulas tenían un rincón en el fondo lleno de colchones y almohadones: si algún alumno sentía que su concentración no estaba al máximo, tenía la total libertad de ir ahí y tomarse una siestita.
Y a pesar de las siestas y de la falta de uniformes (esto lo digo con total ironía), terminó recibiéndose de politólogo con honores en Sciences Po, en París.
Me resulta interesantísimo escuchar sobre otros modelos de educación diferentes al mío, y entender cómo éstos influyen en la personalidad de los que me rodean.