Cultura e innovación

¿Innovación? Si, pero para quién la trabaja.

La palabra innovación está vinculada en nuestra cultura a dos cuestiones que, precisamente, no son las más interesantes para comprender su interés y utilidad.

En primer término, decir innovación es decir innovación tecnológica. No es preciso utilizar el adjetivo para que cuando nos hablan de innovación no se nos vaya la cabeza a la tecnología, es un reflejo instantáneo, inmediato, y de difícil solución. La innovación tecnológica de la revolución industrial era más democrática; de hecho se suele atribuir a personas que tenían poca o ninguna vinculación con la ciencia y sí más con los que podíamos llamar “manitas”, gente que sabia hacer cosas prácticas y que normalmente no procedían de clases aposentadas o dominantes, sino más bien medias o bajas. Ahora la innovación tecnológica es casi un monopolio a escala mundial, y se organizan grandísimos presupuestos y múltiples despilfarros para seguir liderando el proceso. Sin duda, da beneficios, pero también confiere y plasma privilegios para aquellos que gastan –o despilfarran- tales cantidades, con las que se riega desde los gobiernos de los países más avanzados, singularmente los U.S.A. y sus grandes programas vinculados a la guerra, la seguridad y al espacio –prácticamente, lo mismo-.

Ser hoy punta de lanza en innovación tecnológica es poco menos que imposible, a no ser que se utilicen presupuestos exagerados que sólo disponen determinadas instituciones, que por supuesto, finalmente se distribuyen los famosos Nobel y otros galardones. Para países como España, innovar tecnológicamente es más una forma de generar privilegios para unos pocos, que la rentabilidad que puede tener socialmente tal tipo de innovación. Hay algunas excepciones, por supuesto, pero curiosamente no suelen ser suficientemente apoyadas. No voy a citar más que la investigación del mar por Pharma-Mar (Grupo Zeltia); lo demás, es casi calderilla.

Otro vínculo casi inmediato que se establece implícitamente con la innovación es la creatividad. Si me pongo a hablar de innovación, enseguida alguien me interroga dando por supuesta la relación exigida entre innovación y creatividad, como si la innovación fuera una función de la creatividad. Es un prejuicio cultural, como muchos otros, pero que tendrá su origen, sobre todo en ese carácter elitista que se suele conferir a lo tecnológico. No digo que innovación y creatividad no tengan relación, pero si se concibe la innovación como conocimiento el papel de la creatividad es claramente secundario en relación al que tiene el trabajo continuo o el esfuerzo, pero por alguna razón –alguna conozco, pero no me parece el momento de exponerla, necesitaría mucho tiempo para explicarla- el énfasis está en la creatividad.

Estas relaciones que están insertas en los prejuicios culturales, sin duda, son fomentados por el poder. Al poder le interesan los fastos de la innovación tecnológica y le interesa también encontrar “super-hombres”, llenos de creatividad que inventen nuevas fórmulas o nuevas técnicas. Es parte del boato y de la aristocracia que buscan o en la que se desenvuelven.

Ponerse a “currar”, como un poseso, para conseguir algo, y un día y otro, y una decepción y otra, no es el tema del poder, ni tampoco parece de los prejuicios sociales. Parece que gustamos más de poderes y aristocracias, aunque nuestro papel no pase de ser voyeurs de los “Hola” de la semana próxima.

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Un comentario en «Cultura e innovación»

  1. El poder busca resultados resultadistas, es decir, igual que el sistema, resultados a corto plazo, y cosas que les hagan salir en la foto. La innovación a partir de personas no hace salir en la foto, más que de largo en largo, sin embargo, si alguien descubre algún artefacto novedoso, inmediatmamente se hace la luz de los focos. Ese corto plazo mata a la innovación, y la convierte en casi nada, por no decir, en nada.

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