La primera parte de la aseveración de Spencer no me gusta. La segunda está en consonancia con lo que pensamos una mayoría: «la libertad de cada uno acaba donde empieza la libertad de los demás». ¿Qué no me gusta de esa primera parte? En primer lugar, el tono, que parece que me autoriza, y en segundo término, «hacer lo que quiera siempre», tal vez por mi cultura me parece excesivo. Es probable que corresponda a un desliz elitista, pero no me acaba de gustar. Pero si me gustan los límites, tener límites en los demás y en su libertad, que ha de ser también la nuestra, porque los límites son un punto de partida para hacer cosas.
Tener conciencia de límites es decisivo individual, grupal y socialmente. Los límites nos han ido haciendo humanos, pero muchos Estados e individuos y grupos sociales y políticos han hecho de los límites una gran carga para sus conciudadanos, no dejándolos desarrollarse como tal.
Estaba pensando, por poner un ejemplo, en el modelo educativo, tan condicionado, donde hasta los textos tienen que ser aprobados y definidos para una edad determinada y una materia determinada. Totalmente inaceptable. Los textos, en mi opinión, y si no fueran un negocio, tendrían que ser sugerentes de conocimiento, motivantes, hacia formas libres de expresión, generadores de incognitas y no de respuestas. Los textos se cierran, y se asignan, y pienso que los textos tendrían que ser abiertos, forjados en un espíritu de aprendizaje y no de enseñanza.
En los años setenta, y ya lo he contado en un prólogo de un libro, promoví y participé en un gran trabajo, en aquél momento una novedad que nosotros trasladamos desde Xosé Manuel Beiras en Santiago. El trabajo consistió en pasar de un texto a unas lecturas. Eso contribuyó a empezar a cambiar decisivamente el método de aprendizaje. De pronto, variedad; de pronto, diversidad; de pronto, otras opiniones; de pronto, crítica ….. Poco a poco las lecturas que eran unas doce al principio, se fueron aumentando a más de cuarenta para cada una de las tres partes de la asignatura, es decir, más de cien lecturas en un año. No eran textos, eran lecturas, eran para pensar, para reflexionar, para aprender. No eran para repetir, ni para memorizar. Se podían leer todas o algunas, pero disponiendo de ellas, muchos alumnos se las leían todas. Varias cátedras de nuestra Facultad adoptaron el mismo sistema, y aún algunas nos solicitaron reproducir las nuestras para la suya. Fue una experiencia extraordinaria. Todavía hoy puedo aprender de ella.
Una asociación de ideas más: en los países anglosajones los profesores son lectores. Se supone personas que leen o que hacen leer. En esas épocas aquí se hacían oposiciones a adjuntos, ¡adjuntos!, si adjuntos, ¿a que suena fatal?. Menos mal que en los ochenta nos pusimos al día, y los convertimos en titulares. No así la categoría de catedrático, cuyo nombre sigue siendo el tradicional que como se sabe significa «asiento», es decir, el lugar desde donde imparte sus clases, la tarima, en definitiva. Pero es un honor y de mucho relieve, ser catedrático, es decir, hablar e impartir ex-cathedra. En fin, para que seguir. Un amigo mío diría que hasta que se cambien los nombres, no cambiarán la enseñanza a espacios de aprendizaje, y creo que tiene razón. Y mientras seguiremos «sentando cátedra».
No sé porqué, pero me vino a la memoria ideólogo del no-crecimiento, el francés Serge Latouche y he encontrado un video donde cuenta su modelo. Ahí lo tenéis.
No es posible desarrollar lo social sin conciencia de límites, ni tampoco hacer ciencia, ni tampoco llegar a ser humano. Cuando nos ofrecen «el oro y el moro», lloro y rabio, porque así no vamos por un camino humanizante.