«Capitalismo y agricultura en España» fue mi primer libro, y me encuentro todavía orgulloso de él. El análisis histórico-estructural de la agricultura española en el periodo 1939-1975 interpreta un periodo decisivo en el capitalismo español. En términos propios, es el acceso al capitalismo propiamente dicho, y eso tiene mucho que ver con la capitalización agraria, con la aportación de excedentes humanos hacia las ciudades, y con la acumulación de capital que se inicia en esta época en el sector. En España no se había podido materializar una reforma agraria prácticamente en ninguno de los sentidos que se puede entender por tal. La desamortización fue más una expropiación que una puesta en actividad y en producción de las tierras agrícolas. Los «traumas» estructurales provocados por el monopolio de La Mesta, y por las políticas económicas y agrícolas que se sigueron, unidos al estado general del país, no convirtieron las desamortizaciones más que, en términos directos, en unas formas de apropiación de las nuevas clases emergentes, de las tierras en «manos muertas». Se expropió a la iglesia, y se expropió sobre todo a las comunidades locales. Las tierras pasaron a clases dirigentes, latifundistas, nuevas burguesías emergentes, pero más como forma de consolidar patrimonios que no para ponerlos en explotación. Los resultados «no llevaron» a una revolución agraria similar a las que se habían producido en Francia e Inglaterra en el siglo XVIII y continuado durante las primeras décadas del XIX. Más bien todo quedó casi igual a como estaba, solo que los propietarios eran ahora en su mayoría privados, es como una privatización de bienes más públicos.
Ninguna de las propuestas de reforma posteriores cuajaron. La que más avanzó fué sin duda la de la segunda república, pero se tuvo que hacer aceleradamente -en muy pocos años-, en continua conflictividad y enfrentamientos, y finalmente, en guerra. El resultado fue nuevamente desastroso, no tanto por el planteamiento como por el bloque dominante, altamente conservador y regresivo, y defendiendo su territorio de manera que acabó en guerra civil. Una de las «buenas razones» para esta fue precisamente la reforma agraria y los propietarios latifundistas, que apoyaron a las fuerzas franquistas, de manera explícita.
Eso, junto con las hambrunas de los años cuarenta, llevó a un estancamiento productivo y una continua demanda social y hasta intelectual demandando una reforma agraria que nunca se había emprendido. Pero fue la mínima apertura que significaron los acuerdos con U.S.A. de 1953 y el nuevo concordato con el Vaticano del 54, al tiempo que unas fuertes movilizaciones sociales en la ciudad y el campo, en dos huelgas generales, que aunque no muy seguidas, si con suficiente relieve, y sobre todo, el proceso de emigración del campo a la ciudad que encareció la mano de obra en el campo, lo que fue llevando a lo largo de los años cincuenta a los propietarios agrícolas a empezar a mecanizar, a capitalizar, el campo. Esa capitalización es el principio de lo que podemos decir: el acceso del capital con todas sus consecuencias en la península, que se consolidaría con un proceso paralelo de industrialización en los años sesenta, donde prosiguió el fenómeno ya iniciado de capitalización del campo y se acentúo el éxodo campo-ciudad.
Tuve la oportunidad de trabajar durante unos años en temas agrarios españoles en un núcleo investigador forjado con recursos Fullbright y en la famosa «Casa de las siete chimeneas». Ya había hecho algún seminario sobre el tema agrícola, y me enamoré del tema, según me aproximaba y lo conocía mejor. En paralelo, uno de los grandes de la investigación española, José Manuel Naredo, también trabajaba en su aportación,, junto con Joaquín Leguina y J.L. Leal, con quienes acabó publicando el libro «La agricultura en el desarrollo capitalista español (1940-70)», publicado a finales de 1975. Por ese tiempo, tuve que interrumpir mis investigaciones sobre la agricultura, entre 1973 y 1975 por la terminación de mi tesis doctoral, que evidentemente tenía prioridad. Una vez leída en junio del 75, «regresé» a mi investigación querida sobre la agricultura, y después de muchas vicisitudes editoriales, pude publicar el libro con una editorial nueva y poco conocida, Ediciones de la Torre, con la que ya había colaborado en un «Anuario de Relaciones Laborales» que empezaron a publicar en 1976 y del que hubo un segundo Anuario en el 77. Todo eso, retrasó mi libro sobre la agricultura, que al final salió a principios de 1977.
Lo más significativo del libro, aparte la coincidencia en buena medida en las líneas de trabajo ya publicadas por los profesores antedichos, adecuadamente referenciados, fue su estilo fácil de leer, asequible a muchos públicos, estilo directo que siempre me ha caracterizado. No intentar hacer libros para la cátedra, sino para ser entendidos. Siempre he pensado que ser entendido es prioritario. Y en segundo lugar, su capítulo cuarto y último, donde se aportaba una parte de mi trabajo de investigación que más sentido tenía para mí, y era el cruce entre la distribución de la renta, las regiones y la distribución espacial de la renta y riqueza, la evolución de los salarios e implícitamente el tema del valor. Sobre cada uno de esos temas había publicado muchos artículos en periódicos y en revistas de la época, y eran «mis temas» en un momento histórico del franquismo tardio y de los primeros años de la transición política. Tuve muchas respuestas positivas a ese capítulo sobre el papel de las futuras autonomías en el desarrollo del capital en la agricultura y en la distribución de la renta y los salarios, pero nunca volví a saber si alguien había seguido investigando sobre el tema. Creo que sigue siendo un planteamiento metodológico vigente, y que valdría la pena retomar en una tesis doctoral, pero ahora la agricultura no se considera a la hora de hacer tesis doctorales.