Un alumno me ha llevado a un artículo de Ignacio Escolar, de esos que valen la pena, sobre todo, como divulgación bien entendida, sobre esto de la crisis económica y financiera. No puedo evitar reproducirlo por su didactismo sobre el tema: Los siete pecados capitalistas es su título.

Los siete pecados capitalistas

1- La lujuria especuladora

Un barco petrolero tarda más de cuatro semanas desde que sale del Golfo Pérsico hasta que llega a Estados Unidos. En ese tiempo, puede que la carga se haya devaluado tanto que el dueño del barco se arruine con el trayecto, que haya pagado por el crudo un precio mayor en el puerto de origen de lo que cobrará cuando llegue a la refinería. Para evitar este riesgo -en el petróleo y en otros mercados de materias primas-, se inventaron los contratos de futuros: una fórmula que consiste en pactar de antemano el precio de venta del pedido para una fecha determinada. Cuando se cierra el contrato, ni el comprador ha pagado ni el vendedor ha entregado la mercancía; pero el compromiso es igual de firme.

En aquel momento parecía una buena idea. El problema vino después, cuando los especuladores se aprovecharon de este mercado ideal para los trileros, pues se puede vender y comprar lo que aún no se tiene. Si apuestas con cientos de millones de dólares en el mercado de futuros a que el petróleo subirá, en efecto, el petróleo sube y tú ganas; en economía las profecías tienden a cumplirse si hay dinero suficiente. Los mismos inversores que primero crearon la burbuja punto com y después la burbuja del ladrillo, consiguieron elevar el precio del barril de crudo de 40 hasta 140 dólares en solo cuatro años. Impunemente.

2- La pereza de los reguladores

Por suerte, la burbuja del petróleo explotó a mediados de este verano. ¿La razón? Un pequeño cambio en la regulación de la SEC (el organismo que controla la bolsa estadounidense) obligó el 14 de julio a los especuladores que estaban jugando a la baja contra la cotización de los bancos a que respaldasen sus apuestas con acciones, por lo que tuvieron que sacar su dinero del mercado de futuros del petróleo para no perderlo en banca. Desde esa medida, que no buscaba atajar la burbuja petrolífera sino proteger a los bancos de los caníbales, el precio del crudo no ha dejado de bajar. El 14 de julio, cada barril costaba 144 dólares. El viernes rozó los 60 y sigue cayendo, pese a que la OPEP ha recortado su producción un 5%. Si basta con un pequeño cambio regulativo, tan sencillo que ni siquiera se vota en ningún Congreso, para evitar comportamientos tan dañinos para la economía mundial como la burbuja del petróleo, ¿por qué tanta pereza a la hora de evitar la especulación?

Han tenido que temblar las catedrales de Wall Street para que la mayoría de los organismos reguladores, también la CNMV española, se atreviesen a prohibir determinadas prácticas especulativas. De momento, estas restricciones son temporales, aunque en el debate mundial sobre el nuevo capitalismo muchos piden que sean permanentes. Para ello hace falta un paso previo, tal vez el único que se dé en la cacareada cumbre del 15 de noviembre: la puesta en marcha de un organismo supranacional para vigilar la economía globalizada. Alguien con algo más de prestigio internacional que el FMI.

3- La envidia del paraíso fiscal

Una cadena es tan débil como su eslabón más débil. En un mundo donde las fronteras existen para las personas pero no para el dinero, de poco vale que el G20 se comprometa a asumir nuevas normas si no aísla a un G40 del que apenas se habla: los 40 países ladrones, los 40 paraísos fiscales. Según la OCDE, en estas cuevas piratas se esconden de los impuestos entre 5 y 7 billones de dólares, una cifra que equivale al 13% del PIB mundial. La mitad de las multinacionales que cotizan en el español Ibex 35 tienen empresas en estos paraísos fiscales, con lo que eluden pagar impuestos a ese mismo erario público al que ahora piden ayuda. En los últimos 20 años, el dinero que guardan estos países se ha multiplicado por seis. Curiosamente, la distancia entre los sueldos de los altos directivos y los trabajadores ha crecido en ese tiempo en una proporción similar.

4- La codicia de los directivos

En 1980, un alto ejecutivo estadounidense ganaba de media 42 veces más que un trabajador. Hoy gana 364 veces más: en solo un día lo que los demás en todo el año. El problema no es solo la desigualdad social, que también. Lo más preocupante es que se premie a los ladrones y a los inútiles. En palabras de la canciller alemana, Angela Merkel, “comprendo que gane mucho quien hace mucho por su empresa y sus empleados; pero ¿por qué se debe ahogar en dinero a los incompetentes?”. Es lo que a veces pasa cuando la retribución del primer ejecutivo está supeditada al corto plazo de la bolsa y no al largo plazo de la empresa. En muchas ocasiones (Enron es el ejemplo más sonado pero no el único), los fuegos artificiales que tanto gustan a los inversores bursátiles van contra los intereses de la propia compañía. A la larga, la cotización bursátil también se hunde. Pero suele ser después de que el alto directivo haya vendido sus stock options.

5- La gula de los inversores

Lo que es bueno para el directivo no es bueno para su empresa. Lo que es bueno para el especulador del petróleo no es bueno para la economía mundial. Lo que es bueno para el vendedor de hipotecas subprime no es bueno para el banco que presta el dinero. En todos los fallos del capitalismo que ahora han aflorado hay un elemento común: una distorsión perversa en el sistema de recompensas donde no se premia al que genera riqueza sino al que la destruye.

El capitalismo ha funcionado sobre una premisa que suele ser cierta: del egoísmo individual se obtiene un progreso colectivo. La ambición de los empresarios también es buena para los trabajadores, pues todos ganan aunque sea en menor medida. Sin embargo, el castillo de naipes se hunde cuando se premia al pirómano, cuando la recompensa del que da préstamos hipotecarios a gente sin trabajo no está supeditada a que esas hipotecas se paguen sino a vender todas las posibles -su comisión iba en ello-. Lo mismo sucedía en el siguiente nivel, donde el que respaldaba estas hipotecas subprime tenía como negocio agruparlas con otras miles y venderlas en el mercado. Que se cobrasen o no tampoco era su problema. Tampoco era problema de las agencias de calificación, que estuvieron garantizando la salud del sistema hasta dos minutos antes del hundimiento; por algo cobraban de los mismos bancos a los que avalaban. No era problema de nadie y ha acabado siendo problema de todos.

Aunque las subprime es el pastel más famoso, no es el único tóxico que ha engullido el mercado en estos últimos años de dinero fácil y hambre financiera voraz. El capital se empachó porque no sabía qué comía: el mercado de derivados consistía en vender paté de cerdo como si fuese foie gras de oca; cuestión de una bonita etiqueta. Funcionó bastante bien hasta que a alguien se le ocurrió mirar qué había dentro de la lata.

6- La ira del planeta

Dice José María Aznar, y no es el único inconsciente, que ahora que los bancos van mal no hay dinero para salvar el planeta. La realidad es la contraria, pues detrás de uno de los fenómenos más preocupantes de la economía están precisamente los desastres generados por el cambio climático en la agricultura mundial. La crisis alimentaria es un problema económico en su realidad más cruda, pues aquí no se pierden ahorros sino vidas humanas. La lucha contra la contaminación es, en realidad, el mejor ejemplo de los males del capitalismo: solo se soluciona con regulación estatal, hace falta coordinación internacional, sus beneficios son indudables y, en resumen, nunca lo abordarán aquellos que solo piensan a corto plazo, aunque sea la inversión más rentable, con diferencia. ¿Hay acaso alguna mejor que salvar el planeta?

7- La soberbia del PIB

¿Un país más rico es un país mejor? No siempre. Según los datos del PIB, México está a punto de superar a España. ¿Es un país como México, donde hay familias que pierden su casa porque no pueden pagar las letras de una licuadora, un país mejor que España? México también es el país desarrollado donde mayor es la brecha entre ricos y pobres, según el último informe de la OCDE que se presentó hace unos días. Por desgracia, la desigualdad, la educación o la sanidad no cuentan con indicadores tan precisos como la inflación, el paro o el PIB. Los datos económicos son difíciles de esconder. Sin embargo, los indicadores de desarrollo humano no son homogéneos ni sistemáticos, los políticos pueden apostar a que, con una buena campaña publicitaria, hasta la sanidad pública más deteriorada pasará por buena.

Una vez más, es un problema de recompensas. Lo que es bueno para el PIB no siempre es bueno para la sociedad, de poco sirve que aumente la riqueza si solo se benefician de ello los que ya son ricos, los mismos que nunca lo pasarán verdaderamente mal por mucho que se agrave la situación económica. En España, por ejemplo, la crisis va por barrios. Esta semana abrirá en la milla de oro de Madrid la exclusiva joyería neoyorquina Tiffany’s. Los hay que siempre desayunarán con diamantes.

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