Era un niño feliz. Tenía 8-10 años y era feliz (ahora también soy feliz, no es que haya dejado de serlo).

Tenía una madre maravillosa, para mí guapísima, una mujer en toda la expresión de la palabra, su familia que era muy extensa, también lo decía. No era tan espectacular como su hermana más mayor, Charo, pero todos pensaban que era muy guapa. Yo estaba seguro, como supongo que otros muchos niños, que mi madre era la más de las más. Era cariñosa, era cercana, pero no era agobiante: no era en ese sentido una madre tradicional. Alguna vez recuerdo haberle oido decir que sus hijos le encantaban porque eran sus hijos, pero no tenía un sentido de protección que le llevara a convertirse en una «mamma», sino que en el fondo tenía su vida, su vida era importante, y una parte de ella, éramos nosotros. Una madre un poco diferente a otras.

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Mi padre era único y además, brillaba en el entorno. Era afable, simpático, tenía siempre una ocurrencia, pero nunca metiéndose con nadie, ni destruyendo, sino que todos nos reíamos de sus «gracias», y de sus relatos. Era un hombre que «hubiera tenido muchas razones», pensándolo bien, para ser un amargado. Le habían obligado a luchar contra los suyos, y en contra de sus ideas, para proteger-«tapar» a los suyos, a su padre, a su hermano, a su tio. Él fué el sacrificado de la familia, porque era más joven, y todavía sólo se había iniciado, pero no destacado en los foros políticos locales de la II República; y para más inri, no era ni siquiera español; su pasaporte fue argentino -aunque hijo de gallegos- toda su vida, hasta que en los dos o tres últimos años pidió la doble nacionalidad.

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Había estudiado lo elemental, pero era un autodidacta, leía mucho, siempre al día de las noticias, por supuesto también políticas, oía el «diablo hablado» -así siempre pensaba que se llamada el famoso parte o diario hablado obligatorio y radiofónico que ponían siempre a las dos y media- porque él a veces lo comentaba, comentaba críticamente las muchas mentiras que querían hacernos «tragar». Le encantaba también el cine, el buen cine, y cuando iba solo a ver una película que no le apetecía a mi madre -casi siempre iban juntos los fines de semana-, venía y nos reuníamos en la cocina y él nos contaba con tanta calidez y viveza lo que había visto, que yo muchas veces cuando he visto en directo esas películas me han gustado mucho menos, porque mi padre era un excelente narrador.

Otros días nos hablaba de sus experiencias en la guerra, pero con una positividad, y hasta humor, que contrastaban con las penurias que seguro había tenido que pasar en ella. Algún día contaré algo de todo eso.

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Pero mi relato de hoy no iba por ahí, quería hablar de esas edades intermedias de los ocho a los doce años. Quería hablar de mí, pero no he podido resistir hablar de mi entorno, de mis padres, que eran extraordinarios, como espero que lo hayan sido para cada uno de mis lectores. Indudablemente yo los veía todavía más extraordinarios de lo que probablemente eran, pero sinceramente, y en la lejanía en el tiempo, creo que lo eran.

Bien, yo era un niño feliz. Gracias a mi padre, aprendí a leer a los cuatro años, y mi paso por tres escuelas, una de ellas pública, y las otras de barrio, me hacía más feliz. Pronto me gustó leer, pronto me gustó observar -recuerdo que me gustaba mucho mirar por la ventana, desde el cuarto piso en que vivíamos, y delante había un descampado, lleno de gatos, me sorprendía su forma de vivir, sus maneras de relacionarse, también las sexuales, por supuesto; u observar las tonalidades de la lluvia o los fuegos de una noche de San Juan-, ver cosas, siempre he tenido los ojos abiertos a toda novedad o algo diferente que no había visto.

Mi mayor pasión era, cuando quedaba libre de escuela y deberes, que mis padres -casi siempre mi madre- me dejaran ir a la calle, ir a la calle era ir con los amigos de la misma calle, con las pandillas, con los vecinos, con las vecinas; muchas veces, por portarme mal fui castigado: «hoy no vas a la calle», y era la peor sanción que podía recibir de boca, normalmente de mi madre.

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Era una «calle», creo que ya lo he comentado, como de frontera; una calle que podíamos hoy calificar como de clase media-baja o baja, una calle en lo que eran las afueras de La Coruña: para nosotros, aunque no siempre estábamos en esa misma calle, era «la calle Vizcaya». Ahí nos reuníamos: cuando era más pequeño, más bien en los portales, en las escaleras de nuestra casa, en lugares cercanos a la propia vivienda; luego, poco a poco, ampliando el espacio de la calle, haciendo excursiones, por supuesto un poco aventureras a otras calles cercanas, donde no siempre era posible convivir -recuerdo algunas peleas «a pedradas» con bandas de otras calles, sin mayores consecuencias, aunque alguna piedra llegaba a su destino-. Teníamos nuestro territorio, un territorio que nos parecía amplio.

Jugar en la calle era jugar con chicos y chicas. Las chicas me fueron enseñando otras formas de jugar, más tranquilas: a la comba, también llamada «la cuerda», al «quedas», al «escondite», a «dos navios a la mar» …… Los chicos jugábamos a «las bolas», a las «chapas», a la «buxaina», al futbol, y también a subirnos en las traseras de los pequeños camiones que pasaban por la calle, a veces a pelearnos o a la «lucha libre» o, como hacían Los Proscriptos de Crompton, reunirnos en una pequeña cabaña de madera, cuando llovía y hablar, no sé de qué, pero hablar; también teníamos perros callejeros que los cuidábamos y a veces, los torturábamos, por ejemplo, cuando estaban en celo ….. en fin, una calle muy viva, muy activa, muy variada.

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Había chicos muy duros, a los que respetábamos por su fuerza y su dureza, y otros menos agresivos, pero era un sitio donde había que ser valorado por los otros y sobrevivir, supongo que no era un barrio como pueden mostrarnos las películas de los barrios marginales de New York o similares, pero era un barrio bastante duro. Y …. yo no era duro. Siempre era más joven que mis compañeros -porque siempre me gustó ir con gente de más edad que yo, supongo que para aprender más rápidamente-, a veces sólo por unos meses, pero solía ser de los más jóvenes, y no era ni mucho menos fuerte. Era fuerte, pero poco. Y no me gustaba nada pelear, más bien a veces hacía de «conciencia» de las muchas maldades que hacíamos, y me enfrentaba, siempre dialécticamente, con otros, reprendiendo sus comportamientos (recuerdo uno, no sé porqué, ya sabemos que la memoria suele ser errática: una vez que tres de ellos se pusieron a tirar piedras altas a las personas que pasaban con un paraguas, las bombeaban y caían la mayoría de las veces -eran muy buenos tirando piedras- en la parte de arriba de los paraguas. Recuerdo que les dije que eso no estaba bien, y uno de ellos me pegó un tortazo que todavía hoy puedo imaginar).

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Pero éramos amigos, y aunque yo tuviera una cierta tendencia a respetar a los demás, y algunos de ellos hicieran cosas que no me gustaban, seguían siendo mis amigos, y yo seguía siendo un poco debilucho para lo que se estilaba en mi calle. No recuerdo que fuera objeto de burlas ni de escarnios por eso, o las he llevado a mi insconciente más profundo, o no ocurrieron: aseguraría que no ocurrieron-. Tampoco sé porqué me aceptaban como su amigo, tal vez es que era bastante o muy bueno jugando a cualquier cosa: al futbol, a las bolas, a las chapas, a la bujaina-peonza -en mi tierra se llamaban buxainas, porque estaban hechas de boj, buxo en gallego-. sí era bueno, y además, tenía algo especial con las chicas …. no de ligar, que no ligaba nada, sino de ser amable con ellas, de que me trataban como un hermano, entre otras cosas porque la mayoría eran de mi edad o mayores, y ya se sabe que las chicas «crecen» más aprisa que los chicos: no era su tipo, aunque sólo fuera por mi edad. Pero ….. era feliz, muy feliz.

Y además, me sentía muy arropado y hasta cierto punto, como un privilegiado. Era un privilegiado porque no había un padre como el mio, y en términos relativos, parece que teníamos una situación económica algo superior a la media de los padres del barrio o tal vez es que mi padre era una persona muy desprendida que gustaba de regalar y de dar. Por ejemplo, mi padre me llevó al futbol, que le encantaba, me llevó desde los seis o siete años. Íbamos al Estadio de Riazor, me hizo socio del Deportivo, en aquella época todavía no existía el Depor, era el Deportivo, pero eso era un privilegio, nadie iba a ver al estadio como yo. Puedo decir que he visto con mis pocos años a la «orquesta canaro», que llegó a clasificarse segunda de la Liga española -todos los delanteros,menos el extremo izquierdo eran argentinos. También me llevaba al campo de La Granja, donde jugaban en verano los equipos amateurs. Eran cosas muy importantes, en mi calle casi nadie iba con su padre al futbol, y mucho menos a ver al Deportivo. No sé, supongo que aportaría algunas cosas a mis amigos de la calle, por lo que me soportaban a pesar de ser más pequeño y ser un débil físicamente -no es que lo fuera, pero en términos comparativos, sí lo era-. Y vuelvo a lo mismo ….. yo era un niño feliz.

Y además, mi felicidad se completaba con lo que aprendía en las aulas. Me gustaban mis profesores, los respetaba -siempre bajé la cabeza cuando he hablado con un profesor o un maestro, una leve inclinación, y todavía hoy lo hago si me encuentro con un maestro, siempre he respetado a mis maestros-, sabía que eran maravillosos, que me ayudaban, que si me exigían tenían razón, y a los ocho años ya podía hacer toda la gran tarea diaria que Don Rafael ponía en la pizarra para que hicieramos todos, desde 8 años hasta 14 años. Ahí había de todo, desde análisis morfológicos y sintácticos hasta proporciones, problemas de interés y ecuaciones de primer grado y por supuesto, reglas de interés simple y compuesto y otras muchas cosas más. Muchos de mis compañeros de 13 y 14 años no hacían más de la mitad de la tarea. A mi me encantaba abordar lo que me ponían. Decían que valía mucho para las matemáticas, pero me defendía, aunque menos, con la ortografía y el idioma. Mi madre siempre me destacaba con sus amigas, por mis cualidades para el cálculo y los problemas. En mi época era lo más importante, sin duda, era lo más importante, lo que más se valoraba.

Otro día continuo estos recuerdos. Hay tantas cosas que contar.

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3 comentarios en «Recuerdos (4)»

  1. Querido Roberto:

    Soy Israel, ex alumno del Master de Recursos Humanos en la promoción de hace dos años. Me ha conmovido su relato. Sobre todo en lo que respecta al respeto a los maestros. Actualmente trabajo en una asesoria labora y a la vez interino profesor de filosofía en Ceuta. Y ya no existe ese respeto. Los niños no tienen inquietudes de ningún tipo filosóficas. Pero allí estoy luchando para que la cosa cambie. Como hay libertad de catedra pronto comenzaré rompiendo las barreras academicistas y hablando de filosofia practica, comunicación y aplicaciones filosoficas a problemas de hoy en día.

    Sigue así.

    Un fuerte abrazo

  2. Bueno, las cosas se han desmadrado un poco: en el plano familiar, en el de la escuela y en el de la calle, pero es que parece que nadie cumple con su role: ni los padres son auténticos padres -muchas veces pareciere que los hijos ejercen de «padres», mandando más en la casa que lo que les correspondería: hay que hacer lo que quieren los hijos-; ni los maestros pueden serlo, porque encuentran a la gente «des-ubicada», sin que su labor sea o pueda ser reconocida, y ellos mismos «tiran la toalla» antes de intentar hacer las cosas bien; ni la calle es la calle -por lo de pronto, ahora hay demasiados coches y no se puede jugar en la calle, sino en parques debidamente acondicionados; hay más miedos, la mayoría insuflados por unos periódicos irresponsables que buscan la noticia para vender más, no para informar, etc.-. Y la sociedad tampoco es la que era. Parece mejor, pero a) presiona demasiado a los padres; b) presiona demasiado a los hijos; c) presiona demasiado a los miedos …… Y así …. las cosas están des-ubicadas, es como si hubieran perdido -si alguna vez lo tuvieron- su sitio o tienen un sitio pero es tan precario como los puestos de trabajo ….. en fin, cosas. Y gracias por tu comentario, y ya que te dedicas a la enseñanza y sé que estás preparado para ello, rompe las barreras: lo pasarás mejor, lo pasarán mejor, y al final, serás la envidia de los pobres compañeros «acogotados» por la mediocridad de su función.

  3. A mi también me encanta como hablas de ese período de tu vida tan importante para la formación personal, creo que es una edad maravillosa, yo también me identifico con la relación que comentas con tus padres y sobre todo los maestros. Eran únicos, no creo que ahora los jóvenes tengan esos recuerdos tan cercanos y cariñosos de sus formadores iniciales. Me gusta como hablas de tu calle, de tus amigos, de tu madre, bueno es un relato precioso que habría que difundirlo para que al menos algunos aprendan algo de la experiencia de sus mayores. Un abrazo.

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