El otro día leía que unos ciudadanos habían sido imputados de posibles inculpaciones que se demostraron que no eran tales, después de varios años, muchos. Es terrible. ¿Me pregunto lo horrible que sería que me hubiera pasado a mi? Me hubieran roto la vida, como se la han roto a estas personas, al parecer inocentes.

En nuestra sociedad, el problema ni siquiera son los jueces o su criterio de inculpación, que puede ser cierto o erróneo; el problema suele ser lo que “llamamos” incorrectamente voz pública u opinión pública, de forma simplificada y concreta, los mass media o periódicos de diverso tipo. Me ha recordado a John Stuart Mill en su “Sobre la libertad”, que dice:

“No basta, pues, con una simple protección contra la tiranía del magistrado. Se requiere, además, protección contra la tiranía de las opiniones y pasiones dominantes; contra la tendencia de la sociedad a imponer como reglas de conducta sus ideas y costumbres a los que difieren de ellas, empleando para ello medios que no son precisamente las penas civiles; contra su tendencia a obstruir el desarrollo e impedir, en lo posible, la formación de individualidades diferentes, y a modelar, en fin, los caracteres con el troquel del suyo propio. Existe un límite para la acción legítima de la opinión pública sobre la independencia individual: encontrar este límite y defenderlo contra toda usurpación es tan indispensable para la buena marcha de las cosas humanas como la protección contra el despotismo político”.

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Exacto, exacto. Y fíjense mis lectores si esto era ya cierto a mediados del diecinueve, como no será ahora con el desarrollo de ese famoso cuarto poder y con la pérdida indudable de patrones sociales aceptados. Esas barcas tal vez no sufran nuestros desatinos.

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