p>Recuerdo a Doña Merceditas, me enseñó a leer. Era una mujer maravillosa, amplia, con un gran sentido de la fraternidad y de la maternidad. Quizás no tuviera hijos, pero nos tenía a todos nosotros, que éramos unos enanos de cinco años. Era un primer piso, yo sólo estuve un año y poco, pero me acuerdo bien de que me parecía que era muy lejos de mi casa -no había ni cien metros en línea recta-. Abajo había una barbería. A mi padre le gustaba cortarse el pelo y hablaba mucho …. y yo muchas veces iba con él …. para discutir básicamente de futbol, ¿de qué iban a hablar sino?. El bárbero era un hombre bajito, rechoncho y que se enfadaba mucho cuando le llevaban la contraria. Conocí hace años a un hombre maravilloso en Canoa Quebrada, que se parecía físicamente, aunque no culturalmente. También era barbero, pero era un encanto total. Todavía el año pasado pude saludarlo. El caso es que mi escuela estaba encima de la barbería, en la calle Mariscal Pardo de Cela -mucho después me enteré que Pardo de Cela fué un heroe gallego, de aquellos que intentaron impedir la dominación centralista, pero no tuvo éxito, por eso es un héroe gallego. Enfrente mismo había una señora que nos vendía golosinas y pipas ….. tenía unas cestas grandes, de trenzado de cañas donde tenía las mercancías. Más arriba estaba una farmacia, y después un ultramarinos al que me mandaba mi madre siempre que se olvidaba de algo. He ido muchas veces, los tenderos eran castellanos, quizás maragatos, pues era normal que fueran maragatos los que se dedicaban al comercio en aquél barrio.
Nosotros vivíamos en un cuarto piso, en una calle curiosa, porque el nombre oficial era uno, y muy raro, el nombre de una persona: Oidor Gregorio Tovar, pero nadie le llamaba así. Todos la conocíamos como La Sexta del Ensanche. Era un piso muy alto, eso me parecía. La escalera era tremendamente empinada, y tenía 82 escalones. Siempre los contaba cuando subía. Los últimos diecinueve conducían del tercero, donde había unos perros pequeños y muy ladradores, hasta mi casa.
Había dos puertas en el cuarto, dos pisos, y ahí vivía al principio mi amigo Fausto, que ahora es un hombre que se dedica a la enseñanza como empresario y como formador. Eramos muy amigos, hasta íbamos los domingos algunas veces juntos las dos familias a la playa de Santa Cristina. No se crean, ahora está cerca, pero antes estaba lejísimos, había que coger unos coches de pasajeros que llevaban allí y tardaban casi una hora. Podíamos ir por el puente del pasaje, o bien ir andando desde el puente que era donde nos dejaba el tranvia de Fuenteculler; o lo más barato y cómodo que era ir hasta las Jubias y pasar en barca, en grandes barcas, supongo que barcas de pesca, que se utilizaban los domingos para llevar a los «turistas» traspasando la ria, al otro lado, a la playa. A mi me encantaba ir en la barca. Llevaban unos remos grandísimos y de tan llenas que iban las chalanas, íbamos tocando con la mano el agua. Era una travesía cortita, de menos de cinco minutos, pero muy intensa y peligrosa, porque la marea nunca estaba tranquila, o subía o bajaba y en cualquier caso, la barca tenía que hacer más de una maniobra para llegar adonde se quería, sobre todo cuando la fuerza del mar arrastraba hacia el fondo de la ria la corriente.
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La playa era maravillosa, estaba llena de dunas, había grandes olas y alguna persona se había ahogado. Había que tener cuidado. Recuerdo que ni yo ni mi amigo Fausto, ni tampoco mi padre ni su padre, sabían nadar. «Saltábamos» las olas. Era difícil aprender a nadar en el mar, sobre todo, en mar abierto como era esta playa. Yo aprendí a los quince o dieciseis en una playa recoleta, precisamente se le llamaba así, que era muy tranquila, casi como una piscina -ahora llega hasta allí el puerto-. Había muy poca gente nadando. Yo pienso que poca gente sabía nadar en aquella epoca. La playa no estaba ocupada, era para nosotros, y para cincuenta o cien personas más. Era una playa muy grande, más que hoy, porque ha sido atosigada por hoteles, chiringuitos, paseos, etc. es decir, atosigada por la civilización.
Me encantaba ir a Santa Cristina, olía muy bien, olía a una mezcla entre mar y pinos, y había unas pinedas preciosas y hasta un campo de futbol con hierba, que crecía sola claro, nadie lo cuidaba. Era el campo del Perillo. Pero lo mejor era comer. La comida era extraordinaria. Nunca he podido probar una tortilla de patatas como las que salían del arte de mi madre -que tenía fama en toda la familia- y de las fresqueras donde iban conservadas desde que se habían hecho hasta que las comíamos. Tenían un sabor único, excepcional, ni siquiera La Bombilla las hace igual. La comida era eso tortilla de patatas y filetes empanados …. en otra epoca, también se incorporó una ensaladilla rusa que le salía fenomenal a mi padre, pero eso fue más tarde; de pequeño, con la tortilla ya era bastante. Llevabamos comida para comer y luego merendar. Pan de bolla, mucho pan, y lo dicho. Me gustaría volver a probar ese sabor, no lo olvidaré nunca.
A la vuelta de la excursión dominguera, merendábamos en algun bar, donde te dejaban comer tu propia merienda, y tomabas unos refrescos o una cerveza los mayores. Muchas, pero muchas veces, volvíamos andando. No se tardaba mucho y pasábamos por Los Castros, por Monelos, a veces pasábamos por casa de la abuela, ya en Cuatro Caminos, y finalmente, subíamos por Pardo de Cela hasta mi casa. A veces, el sitio de la merienda era «la cervecería». Se llamaba así, y en realidad era una cervecería, la de la Estrella de Galicia, que estaba en Cuatro Caminos, dando a la plaza. Había unos bancos de obra, y los mayores tomaban una cerveza, que si era como la actual, sería riquísima.
Claro que más de la mitad de las veces, preparábamos todo para ir a la playa el domingo, pero el tiempo no acompañaba. Muchas veces teníamos que aplazar la excursión, por lluvias o mal tiempo, aún en verano. Era una decepción, porque me encantaba ir a la playa, igual que ahora.
Otro día contaré más.
Acabo de aterrizar a este comentario de casualidad. Por lo que he leído corresponde a una época algo anterior a la mía, ya que no tengo conciencia de haber conocido el tranvía.
Sin embargo del barrio recuerdo la vieja farmacia de De Dios Tobío (la farmacia de la que habla al describir la ubicación de su escuela) y el ultramarinos de la esquina siempre conocido como El Cepillero, donde tenemos comprados muchos cacahuetes recién tostados y cuyo aroma inundaba las calles próximas.
Recuerdo también las tiendas de Lidia, del señor Lorenzo, del señor David y la señora Fina, de la señora Lola, todas ellas bien en la calle Vizcaya bien en la Sexta del Ensanche (que es como he llegado hasta aquí).
Un saludo.